Aprendí a escribir cuando iba a párvulos... me dieron mi primer lápiz de minas y un cuaderno Rubio titulado Escritura vertical.
Todo eran palitos y redondas que se unían de forma curiosa.
Pasados unos años he de aprender otro tipo de escritura, en la que el cuaderno es un blog, el lápiz son mis dedos y las páginas no pasan en horizontal, sino en vertical...



miércoles, 31 de marzo de 2010

caos...

casi dos meses sin escribir (en el blog)... casi dos meses sin tener delante esta página en blanco que tanto ha sacado de mi... casi dos meses dedicándome a nuevos proyectos (uno profesional, muchos personales)...

echo una mirada atrás para ver qué he estado haciendo estos dos meses y que me ha apartado de este blog que abrí hace casi dos años y he cuidado poco últimamente y, aparte de quejarme del frío, de cambiar de look, de cambiar de trabajo, de disfrutar de momentos inolvidables con amigos y familia, de descubrir día a día a mi hija -que ya aplaude, ríe, dice adiós con la mano, se pone de pie, gatea, dice papá y mamá a su manera, sonríe y patalea cuando te ve y que nos da alegrías y ninguna pena-, he estado preparando algo que ha llenado muchas horas de este invierno... todo empezó en diciembre, en medio del caos navideño...
... caos

De pequeño siempre me había gustado pasear por la ciudad los días cercanos a Navidad. Recuerdo el primer día que paseamos un 20 de diciembre por Portaferrissa. Mi padre me llevaba encima de sus hombros y desde allí arriba podía ver muchas cosas. La gente iba caminando deprisa, unos subían, otros bajaban, entraban en una tienda y después en otra. Siempre iban con bolsas. Alguna vez había visto algún padre gritando el nombre de su hijo, el cual se había perdido entre la multitud. Yo lo veía. Estaba en un escaparate de una tienda de golosinas. Cuando por fin el padre lo encontraba, respiraba aliviado mirando al cielo, pero al niño le mostraba su enfado y lo cogía fuertemente de la mano para que no se volviera a escapar.

Hubo una vez que un señor se acercó a una mujer y le cogió una bolsa. No sé por qué gritó la mujer ya que creo que el hombre seguro que solo la quería ayudar porque la bolsa que llevaba pesaría mucho. Es lo que hacía mi padre con mi madre cuando paseábamos e íbamos de compras.

Veía a Papá Noel en todas partes. Mi padre me decía que solo los niños buenos lo podían ver. Y cuanto más bueno eras, más veces lo veías. Una, dos, tres… sabía contar hasta quince, luego volvía a empezar.

Las luces de colores me encantaban. Había unas estrellas que se iban iluminando cada vez de un color. Los iba diciendo todos a medida que cambiaban. Rojo. Azul. Verde. Amarillo. Siempre era el mismo orden. Cuando ya me había aburrido de este juego, volvía a contar las veces que veía a Papá Noel. Ese año había sido muy bueno. Por lo menos quince veces.

Mi madre, antes de salir de casa, le decía a mi padre que me pusiera el gorro que había tejido mi abuela el año anterior. Tenía dos borlas que colgaban de los lados que a mí me encantaba estirar. Una era roja y la otra verde. Mis dos colores favoritos, aunque el rojo más. Había señores mayores sin pelo que pensaba que seguro tenían frío porque no llevaban gorro. Quizás es porque no tenían abuela.

Había veces que mi padre tenía que frenar en seco porque alguna persona se había cruzado. Le pedía perdón, pero su cara era seria. Esas personas no serían buenas, si hubiesen sido buenas, sonreirían de felicidad por ver aparecer a Papá Noel. A mí me pasaba. Me alegraba cada vez que lo veía. Yo les hacía señas para enseñarles donde había uno. Pero no miraban. O no veían.


Fuente: Foto cedida por el fotógrafo Toni Tugues: sense mirar